martes, 5 de agosto de 2008

LA SONORA MATANCERA II



ETERNA MÁQUINA DE LA RA-SON


El 23 de febrero del 2006 se presentó en Lima el libro “Tiempo de Matancera, Crónica del gran espectáculo de la vida” del estudioso peruano Víctor Montero, bajo el sello del Grupo Editorial Norma [*]. El texto [376 páginas, con fotografías de la época y material afín] es un estupendo y completísimo estudio de esta organización musical cubana que desde el 12 de enero de 1924 –y según algunos- hasta nuestros días, ha marcado la impronta rítmica del mundo de más de cinco generaciones, de todas las razas y de todos los continentes. He aquí una reseña sobre estas páginas históricas que más para leer o escuchar valen más para bailar.





Escribe Eloy Jáuregui


Uno.
Cuando se habla de cultura de masas hay un subrayado y en negritas que se refiere única y exclusivamente a la música. Ninguna otra expresión es masiva por antonomasia ni verdaderamente popular por su genética integral para embargar el cuerpo, todos los cuerpos. Y si “América Morena”, como diría Jorge Amado y luego reafirmaría Nicolás Guillén, tiene múltiples riquezas naturales, es su música la que amalgama el espíritu de los pueblos y galvaniza las estructuras con el alma casi siempre sedienta de sus gentes.


El cubano Leonardo Acosta peca de injusto –son excelentes sus estudios y de un rigor teórico admirable—cuando al explicar que como todos los estilos bailables previos (danzón, son, mambo,chá), la guaracha y el guaguancó son géneros menores. Igual, en Cuba, un ritmo como la timba ha sido objeto de enconada controversia y duramente criticada por círculos más o menos conservadores que dicen propugnar la "educación estética de las masas". A Fidel Castro nunca se lo vio bailar [bien], por ahí viene la cosa. Algunas de las nuevas y más populares orquestas como N.G. La Banda, Charanga Habanera han sido constantemente criticadas por los medios de comunicación, pero su popularidad entre los jóvenes ha sido en ascenso.
Estas controversias de alto voltaje son comunes en la historia de los géneros bailables en Cuba. Es un fenómeno que se remonta al siglo XIX y que tiene sus raíces en los prejuicios raciales contra las expresiones culturales afro cubanas. Recordemos que el danzón y el son o fueron impugnados en sus inicios por "negros", y luego, cooptados por las clases dominantes blancas de manera gradual, hasta incluso considerarlos como sellos de "cubanía" o "cubanidad" en los años veinte para combatir la influencia de músicas extranjeras como el jazz y el tango en (ambas ambiente raíces africanas). Acosta afirma: “De un en franca competencia durante los años veinte, el danzón y el son pararon mezclándose paulatinamente, primero en las composiciones de José Urfé y sobretodo afines de los treinta, cuando la charanga danzonera de Antonio Arcaño y sus arreglistas Orestes e Israel López impusieron el patrón rítmico derivado del son que más tarde sería el sello del mambo. Al mismo tiempo, el sonero Arsenio Rodríguez introducía el mismo patrón rítmico sincopado en el conjunto lanero.”


Pero el racismo aún prevalecía: los músicos y orquestas de blancos tenían las mejores oportunidades en los cabarés y hoteles de lujo, que excluían tanto a los músicos como al público negro. Este se refugiaba en los cabarés de segunda o tercera y en las sociedades "de color", así como en las maratónicas giras de las cervecerías La Tropical y La Polar. Y si el mambo triunfo pronto, en parte fue porque llegaba desde México, pues el propio Pérez Prado había fracasado en su primer intento de lanzarlo en la Habana. Y si hay racismo con Pérez Pardo, me pregunto yo como no iba a existir exclusión con una orquestita que venía de Matanza a querer buscarse un espacio en La Habana, Ni modo, de ahí el mérito de La Sonora Matancera y este hermoso homenaje que le ha escrito en el Perú Víctor Montero para una de los conjuntos que hasta hoy en todas las playas del litoral peruano es obligado motivo para mover la cintura y refundar la filosofía de la pelvis o la llamada también metafísica del catre. ¡Qué ocurrencia!






Dos.
Contaba Carlos Loza, aquel chalaco insigne, que los porteños conocieron a la Matancera por las emisoras de onda corta a partir de captar y sólo los viernes Radio Progreso de La Habana o en la CMQ muchos antes que los discos de la Sonora llegasen por barco. Pero una de los mejores texto periodísticos que se hayan escrito en el Perú es precisamente este homenaje que fabrica Montero en 1976 “Ahí viene La Sonora Matancera”. Es decir, el antecedente al nuevo texto ampliado y mejorado. Cierto, en ese entonces no tuvo la difusión que se merecía pero a pesar de ese hecho, el texto está agotado de ahí que esta versión del 2005 es de lectura obligada para los amantes de la música y para las amantes de los amantes.





De estructura axial, se narran los sucesos que ocurren desde julio de 1957 cuando en su mejor momento, la organización cubana llega a Lima y desde el aeropuerto de Limatambo hasta el sexto piso del Hotel Bolívar la multitud de sus seguidores apenas si los dejan respirar. Historiografía comparada. Aparece el teniente seductor, así llamaban al presidente Manuel Prado y como un gol de taco de Toto Terry. Se cuenta como Celio Gonzáles es llevado en hombros luego de su actuación en la Plaza de Acho y hasta el hotel y que sucedía con la Guerra Fría. El Perú ya tenía Miss Universo, Gladis Zénder y Guido Monteverde se quejaba por los precios altos para oír cantar a Celio y Carlos Argentino, los dos unicos catantes oficiales de la Matancera. El libro fue un hallazgo para este cronista. Miento si digo que Montero no fue mi inspirador para que yo construyera un estilo y una devoción.






Tres.
No fui cantante como tantos de mis colegas, pero gracias a “Los aretes que le faltan a la luna” de Vicentico o “todo me gusta de ti” de Beltrán, fui bolerista a mi manera. Luego con el programa “Ritmo y sabor con la Sonora Matancera” de Radio Libertad –me hice acólito y casi alcohólico--allá en los sesentas que la Sonora fue religión en casa de mis padres porque empezaba el espacio al mediodía y uno sabía que ya llegaba el cebiche que preparaba mi madre con tierno esmero y luego era fe sagrada empalmar con Radio Victoria y cerrar la faena con “Los Embajadores Criollos” y Rómulo Varillas y “El animador de los multitudes”, don José Lázaro Tello.

Libro riguroso este de Víctor Montero. Hay inmersión como la entienden los periodistas de raza y no aquellos que dicen ser de “investigación” y se regodean con la miasma del escándalo. Y Montero también fue impulsor de aquella fama porque por buen tiempo condujo el programa junto al maestro Javier Chávez Campoverde, César Matías, Guillermo Hernández, Robinson Tuesta, Raúl Bautista, Carlos Pacchioni, Humberto Charlatana, “Pachuco” González, Jorge Eduardo Bancayán. Yowad Ali Moli, Yolbi Traverso, David Rivas y otros maestros que de la radio crearon un pretexto sonoro para hacernos felices.




Cuatro.
Hay música para olvidar o morir y otra sólo para vivir, sentenció alguna vez el recordado poeta Cesáreo “Chacho” Martínez apenas apuró el primer vaso de cerveza azul como solía decirle al líquido dorado y espumoso según había aprendido del maestro y también poeta, el chileno Jorge Teillier; y antes de exigir un correcto Chupe de camarones en «El Rinconcito de Tiabaya, oyó con emoción solemne el disco B-6, aquel que había ordenado en la rockola: una guaracha atrevida de La Sonora Matancera que lo trasladaron a través de los efluvios de la memoria hasta su Cotahuasi del alma. Sí señores, porque en aquel remoto pueblo arequipeño, la organización que lideraba ese pariente suyo, cubano y leyendoso, don Rogelio Martínez, por esa magia macondiana, había trasladado un disco del sello Seeco “Los Reyes del ritmo” grabación donde destacaban Celio y Willy. Vaya uno a saber que carnavales fueron aquellos de los cincuenta y hoy “Chacho” Martínez está muerto, y es que a veces al amor y la pasión hay que ponerle música desenvainada para que no se desborden y ahora él en el cielo, seguro que seguirá marcando aquel B-6 para escuchar sus herencias en la rockola de la eternidad, que en otras palabras es la misma Sonora Matancera.

Pero si la rockola, como dirían Gillo Dorfles y Gilles Deleuze –dos filosófos rockoleros—es hoy un objeto kitsch (no por fatuo o banal, qué ocurrencia). Es decir, se ha kitschificado de tal forma que ha adquirido fisonomía propia que la ha descontextualizado de lo que era su función original. Y qué lejos está esta utopía que puso en práctica David Rockola, su creador y no tengo nada contra su apellidO.
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No era afecto a los libros y la leyenda cuenta que apenas sabía escribir aunque nadie se explica cómo así poseía un repertorio descomunal que podía recitar en verso y de sol a sol el mundo explicado a través de leyendas celtas que hubiera avergonzado a mismo J.R.R.Tolkien. Así, muy joven, Rockola perfeccionó la máquina tragamonedas, reinventó el aparato de pinball y fue quien patentó la máquina que, apenas recibía una moneda, de una ruma de discos con su brazo electromecánico recogía uno de ellos, lo tocaba –musicalmente hablando quiero decir—y lo devolvía a su lugar original. De todas sus creaciones, a esa máquina, el inventor le agarró tal camote que hasta le puso su apellido y se hizo millonario.

En 1939 tanto en Chicago como en La Habana, en Cali o en el Callao, entre la ley seca y la mojada, cientos de tabernas no eran tal si no tenían en el lugar más sagrado de su recinto sagrado o altar embrujado instalada una Rockola. Que existieron otros competidores, lo había sobre todo en el negocio de los pick up (o cajas de música), a saber, los Wurlitzer y Seeburg, que sí dominaban aquel el mercado. Pero Rockola no tenía frenos, David Rockola siempre supo que había inventado el primer robot de la historia y este tocaba y cantaba como los dioses y por una sola moneda.



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Cinco.

Cuando Víctor Montero nos contaba en esa primera versión de este estudio “Ahí viene La Sonora Matancera” [publicado también en Lima en 1976], que la popularidad de los músicos de que existían al norte de Ancón, ésta se debía única y exclusivamente a ese archivo público musical o disco duro de la melancolía, de los amores contrariados por los fastos de los celos y la incontinencia del deseo. Empezando con la Sonora Matancera y desde Elvis pasando por Julio Jaramillo y hasta Pedro Infante, son carne –el lomo hubiera dicho María Félix—de Rockola. Hay incluso en Latinoamérica un género de música rockacolera. Yo he visto llorar a varios guapos de esquina junto a la máquinas de marras con «Señora» cantado por Bienvenido Granda con aquella voz punzo cortante de los boleros astifinos.


En La Habana de 1959, Arturo Machado, un industrial del disco imitó a Rockola. Cierto, en Cuba al aparato lo llamaban «victrolas» y Machado los comenzó a fabricar por cientos bajo la marca Maype. Se sabe que el Benny Moré y La Sonora Matancera fueron más que ídolos porque las «victrolas» con apenas 5 centavos los hacían cantar a grito pelado en bares y bodegas y se estima que sólo en La Habana Vieja, existían 150 máquinas que sólo servían para hacer llorar por ambos lados, de tristeza o de felicidad.

Yo recuerdo una rockola en una horrenda pocilga de la última cuadra del Jr. Cailloma en la Lima Histórica. El dueño atendía en bivirí mientras servía un menú repugnante pero el antro estaba siempre de bote a bote. Su jale era la rockola que no aceptaba ni porros ni pasillos. Existían valses y hasta tangos pero la máquina de la música sólo se salvaba por una grabación: “Aunque me cueste la vida” de Alberto Beltrán. Cierto, todos los parroquianos lloraban mientras deglutían la Sopa de la Casa y no se piense que era por el endiablado rocoto. Era por la música, aquella que estrujaba sus romances y que salía de los parlantes de aquel viejo aparato que su inventor jamás imaginó que serviría alguna vez para abrir los otros apetitos, aquel del corazón y el otro de deseo.






[*] Tiempo de Matancera, Víctor Montero, Grupo Editorial Norma. Lima febrero 2006.