miércoles, 25 de junio de 2008

ETIQUETAS NEGRAS

LIMA
EL CIELO BAJO EL INFIERNO *

Un ensayo de Eloy Jáuregui

Ningún limeño sueña con llegar al cielo. Ese limbo a la intemperie es plúmbeo y sucio y todo lo contrario al firmamento de la salvación que se supone celeste para la dicha eterna en los aposentos de la patria ultra celestial. La bóveda azulada que baña de ambrosía como reza un valse no existe. Luis Loayza, el ensayista limeño postrado en las ubres del olvido, afirmaba en su libro El sol de Lima (Mosca Azul, 1974) que el cielo limeño era una falacia gris de los fastos de nuestra vieja grandeza nacional. Si el antiguo Perú era el ‘Imperio del sol’ y Lima es su capital, entonces la megalópolis debería ser el vórtice soleada hasta el hartazgo. Pero como ese aserto era limeño, irónicamente resultaba precario más que falso.



Frente a una postal caribeña, de niño, descubrí que mi cielo era andrógino como sus estaciones disfrazadas. El verano en Lima es anémico por su hibridez solar. Dura apenas unos días y es suficiente para el bronceado precario. Por ello el capitalino es melancolioso de nada. Su esplendor de un edén utópico lo torno apocado, neblinoso y taciturno genético. Un mañana limeña es cínica. Ergo: los habitantes somos insolentes por el efecto invernadero. No existe mayor presión en el imaginario citadino que ese que ejerce su pedazo de esfera superior o su techo. Y nuestro sueño del cielo propio nos torna cojudos, término limeño parido con lúcida precisión por carencia de esplendor.




José de la Riva Agüero y Osma, limeño desposeído por la flatulencia de apellidos, en su texto “Paisajes peruanos” (Peisa, 1974), se admiraba con aquella mirada aristocrática del resplandor del cielo andino. En sus palabras salmodia: “de su embrujo místico, prestancia solariega y de su herencia sincrética y de síntesis”. Cierto, miraba más el cielo que las estribaciones arrugadas y sangrientas del Ande. Otro limeño cojonudo como el poeta Martín Adán en “La casa de cartón” (Mejía Baca, 1969) ubica su visión desde los pagos de Barranco, el balneario limeño liberal y civilista. Desde su pórtico burdelero su cielo es curioso. Al revés, otea al limeño desde las vaginas que le oferta las nubes y lo descubre moroso de color, aburrido de niebla y donde: “el sol pugna por librar sus rayos de las trampa de un ramaje en que ha caído. El sol –un coleóptero, raro, duro, jalde, zancudo--”.




En 1851 Herman Melville, en su eterna persecución a su ballena blanca, descubrió que ésta vivía de panza sobre el cielo de Lima. Por eso escribió que la impresión que deja este techo gris limeño es la de un cielo hipócrita, indeciso y mortecino. Y advertía que el carácter de sus habitantes era refractario a esa imagen dura y hostil que soportan durante ocho o nueve meses. Los de hogaño dirán que el cielo se amariconó con los españoles. Pero huacas y huacos de los cacicazgos precolombinos describen ese croma ‘panza de burro’ que viene de antiguo y rige los sueños, los potajes y el sexo de los limeños. Un cielo de plomero como este merece los colores del orgasmo más intenso y yo miro a Lima matizada, vivaz y multicolor con los ojos cerrados cuando llego a mi cima carnal para envidia de otros que siente el ramalazo de la eyaculación apenas en blanco y negro por no tener la cúpula mía por la cópula suya.




El gris de Lima no pudo ser derrotado ni por el pincel de Pancho Fierro ni de Ignacio Merino ni Núñez Ureta. Menos por el ojo viajero extranjero de Brambilla, Radiguet, Rugendad, Bonaffe, Saint Cricq o el ‘piruetero yanqui Geo W. Carleton’. El ilustrado Hipólito Unanue decía como consuelo al inicio de la republica que Lima era ese remanso de una “eterna y continuada primavera”. Pero fue Middendorf quien aseguró que la falta de lluvia de ese cielo plomizo, cargado de nubes, su falta de luz más que la de calor, producía el decaimiento moral de los citadinos. El maestro Raúl Porra Barrenechea sumido en esa depresión apolícroma, aseguraba en su delicado tratado “El río, el puente y la alameda” que esta villa del Señor, no obstante, era una: “ciudad brumosa y desértica, de temblores, de dueñas y doctores, (…) un don del río Rímac y de su dios hablador”.




La Lima mía no merecía ese cielo porque cada ciudad tiene el que se merece, y si no se baja. Y es que a mi edad debo advertir que el cielo limeño está en la tierra, en su escenografía y en la entraña del palpitante mestizo, yuxtapuesto y atravesado limeño. Esta megalópolis apocalíptica es de insolente alegría como advertía Valdelomar en sus cartas. Y yo digo que no conozco lugar más regocijado y festivo que éste, que a punta de patadas tuvo que inventar la gama pátina de su cielo. Lo cholo –para el peruano-- es el sabor y el color. Lima es hoy chola. De ahí su matiz y policromía. Lugar sin límites, puto y pigmentoso. Tornasolado y pícaro. Esmaltado y violento.




Hay una Lima de cielo en hambruna. Esos cinco millones que habitan en las cumbres de la miseria de todos los cerros que rodean la ciudad. Hay una Lima de cielo ciego. Esa masa que es informal y delictiva. Hay una Lima andrógina de cielo con vellos para aquellos racistas que van al gym y comen brócolis con paté. Hay una Lima ‘novandina’ para estos que toman pisco sour y juran que el cielo está en Miami. Hay una Lima acojonada, de música, poesía y grafitos tatuados con la primera menstruación y el primer navajazo. Digo que no conozco casa sin cielo ni arquitectura sin cielo raso. Esa es mi Lima. Digo que cuando me muera no quiero ir al cielo, me basta con mi suelo.



*Este ensayo fue publicado por la revista ETIQUETA NEGRA Nro. 59.