miércoles, 25 de junio de 2008

69 ENSAYOS: Violencia y Música en el Perú





DEL GRUPO COLINA AL GRUPO 5 [*]


Escribe Eloy Jáuregui


Abertura. Don Fernando Pessoa no sólo era un sordo musical sino que portaba el arte de la avispa en el manejo de la batuta de su poesía como un Von Karajan, monárquico, nacionalista, místico, amen de cristiano y gnóstico. De allí su frase: “La poesía es la emoción expresada en ritmo a través del pensamiento, como la música es esa misma expresión, pero directa, sin la intermediación de la idea”. Y si Homero era ciego a la manera de Andrea Bocelli, su Do de pecho era el techo de la imaginaría musical allá en el rancho grande, allá donde escribía, de a oídas. Por eso no me imagino a un Odiseo silente aunque a su autor le faltasen lentes, fascinado por los cantos de sirenas aún con tapones--. Penélope –la única mujer con nombre de hombre--, mientras tejía y destejía, hervía envuelta en su edredón, cantando polifónica, trinos agónicos, espoleada adormeciendo su lubridez mientras, coros de guerra, voluptuosos, la acechaban en esa Itaca lubricada por las armas del deseo.







El teatro griego usaba las rondas corales para endurecer el genio de la guerra aunque en verdad, aquellos orfeones solo anunciaban la muerte. Edipo, quien tenía buena voz, poco cuerdo se arrancó las cuerdas vocales por la consonancia de su pecado matriz. De aquella tragedia, Hans Sachs, conocido como “el maestro de los maestros cantores”, dizque inspiró su gracia. Alejandro Magno, presagiando su final en Babilonia, mandó a instituir una orquestita de vientos y redoblantes para que su velorio no quede en el silencio histórico. En resumen, la música y la guerra desde los subliminales cantos gregorianos pasando por los de ‘ultratumba’ y hasta el new age, son más que fuerzas antagónicas, potencias complementarias. En la ciudad sagrada de Caral, la más antigua del planeta, a 168 Km. al norte de la Plaza San Martín, en su magnifico anfiteatro se halló una batería de instrumentos de vientos. Los arqueólogos aseguran que su música fue su perdición. Borrachos de melodías, los carales fueron pasto de los chavines dos milenios después de iniciada la jarana.







Ridley Scott, en su epónimo filme Gladiador, diseña más que recrea digitalmente el Coliseo Romano para que Maximus, su gladiador australiano, Russell Crowe –en la vida real, no conozco otra—venza al afeminado Commodus, ese Joaquín Phoenix de ambiente clavado literalmente en medio de una algazara infernal en las graderías donde no solo se gozaba con la sangre derramada sino con el ritmo que imponían las bandas al mejor estilo del faraón Tutankhamon, entre solos de tubas, cornetas y naffires. No existen ejércitos sin bandas ni orquestas sin estrategas para el ataque musical. Desde la noche de los tiempos, la música es la proteína de la fiereza. Cierto, sirve también para la otra guerra, la sexual –escúchese el Bolero de Ravel en versión de su autor: diecisiete minutos, 24 segundos para interpretar los 340 compases en 3 tiempos--. Es decir, lo que demora una dama desde el primer beso hasta su explosión orgásmica, que como dice Abraham Valdelomar, que es cuando entierra el pico.






Allegro non troppo. Robespierre en 1794, atacado por la influencia propia de Rousseau, en su famosa perorata, decía de los artistas y científicos que no había estado a la altura de los acontecimientos. “Ellos han deshonrado la Revolución Francesa y, para su eterna vergüenza, la razón del pueblo ha hecho todo por sí sola”, decía a los gritos. Era injusto el llamado “Incorruptible”. Músicos y poetas habían entregado sus vidas por esa causa justa. Los dramaturgos más que los hombres de música –no existía el cine, el mundo quedaba bajo un telón del teatro—enarbolaron la bandera de la justicia social. Así resurge la ópera con un tizne barroco y como el rock, se agarra del gusto del pueblo. El maestro André Grétry era el operista ciudadano, sus obras emblemáticas como Guillermo Tell, Don Quijote y Ricardo Corazón de León, fueron pretextos musicales para que aquella pasión por la libertad se infiltre en los grandes salones, se escape a las calles ensangrentadas y sean coreadas por el pueblo como tonadas reivindicativas más que festivas propias de la razón y justicia.









Igual ocurrió con la Guerra Civil Española. A más bala y dinamita más música. Republicanos y nacionalista enfrascado en el más sangriento genocidio, se tomaban su tiempo para cantar: “Y a las tropas invasoras, /rumba la rumba la rumba la / buena paliza les dio, / ¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! / buena paliza les dio…”. No eran temas irónicos, al contrario, a su manera, eran palabras musicalizadas que energizaban a los bandos para aquello que los militares llaman moral entre dos bandos hermanos pero irreconciliables. Aquella furia clasista esta descrita en “Que la Tortilla se vuelva”, himno tan intenso como La Internacional para aquellos que amaban el socialismo. “La yerba de los caminos /la pisan los caminantes / y a la mujer del obrero / la pisan cuatro tunantes / de esos que tienen dinero…” Igual, en la Revolución mexicana aparece el Corrido (1910-1921). Es música para la pólvora y los capachos. Los ejércitos de la revolución obligaban a la tropa a sabérselos de memoria sino era el paredón. Madero, Villa y Zapata eran los personajes de aquellas gestas con sus triunfos y derrotas y crearon en el imaginario de aquel pueblo mexicano la impronta de su tradición más profunda que hasta hoy se canta. Luego vendrían las rancheras pero esa harina es para Juan Gabriel.








Adagio y Fuga con zapateo. Ya con la Revolución Cubana, la música prostibularia de la isla fue proscrita. Fidel lanzó: “Revolución sin pachanga” y la violencia revanchista dio paso a la Nueva Trova. Paradojas nacionales propias de la modernidad. Ya en los 60, Bill Halley (1955 “Rock Around The Clock”) y Chubby Checker (1962 “Slow Twitin”), dos figuras del Rock and roll y el Twist, actuaban en Lima y la primera película de Los Beatles “A Hard Day's Night”, dirigida por Richard Lester, se exhibía en el cine Excelsior sin roche. La música de ese entonces ere telón de fondo para los levantamientos guerrilleros de Hugo Blanco en las los valles de Lares y la Convención en el norte cusqueño Y mientras asesinaban al poeta Javier Heraud en Puerto Maldonado, la Nueva Ola acompañaba el féretro revolucionario al ritmo de Los Saicos y su tema “Demolición”.





Y si es cierto que las matinales con Los Doltons y Los Shains atiborraban los cines de todo Lima es verdad también que El Coliseo Nacional y El Coliseo del Puente de Ejercito –los refugios hedonistas de la migración masiva de primera generación-- habían generado un tipo de provinciano musical y resistente a los nuevos retos del imaginario de la capital. En el Perú, la música fue el condimento de nuestra historia republicana. Cuando Jorge Basadre en su monumental “Historia de la Republica del Perú” (ed. Universitaria, Lima 1983) narra que entre mazurkas y polkas se cocinaban alzamientos, montoneras y revoluciones, la música y sus letras acompañaban a cuanta insurrección se planeaba en los focos obreros del tinglado urbano. Los anarquistas a la manera de González Prada entonaba aires de guerra y existió un “Cancionero Aprista” que circulaba de manera caleta entre los militantes puros y sinceros.







Términos como “hibridación”, “mestizaje, “mezcla”, “reciclaje” describen diversos fenómenos de la ahora mal llamada cultura popular y de los desplazamientos sociales, la nueva cartografía social y la aceleración democrática, todo ello empaquetado por el torrente linfático de los mass media. No en vano la famosa “La Internacional”, himno comunista de los 70 hermanado a la canción protesta y a los lamentos reivindicacionistas de los chilenos de Quilapayún --“El pueblo unido jamás será vencido”--, de la argentina Mercedes Sosa y de los nuestro: Tiempo Nuevo o Vientos del Pueblo. Hoy, los estudiosos sociales de nuevo cuño creen escuchar en “Flor de Retama”, huayno del compositor Ricardo Dolorier, un salmo a las hazaña de Sendero Luminoso. Igual suerte corrieron –pero esta vez perseguidos por las fuerzas represivas—cantantes como Martina Portocarrero o el mismo dúo José María Arguedas de los hermanos Julio y Walter Humala.







Concluyo esta primera parte con el aserto que son de los usos de la guerra la muerte y sus melodías. Que el saber de la seducción de la música fue el poder de los que apostaron por la intransigencia y el terror. En los nefastos años 90 en el Perú, el régimen fujimorista como parte de su estrategia psicosocial y de su poderosa industria del consentimiento uso la música popular para levantar su máquina electoral. El género de la Technocumbia tuvo en Rossy War, Ana Kholer y el travesti Ernesto Pimentel a personajes que influyeron en el appeal de los miserables y marginados. De igual manera como aquella organización de extermino, el Grupo Colina festejaba sus sangrientas hazañas con el cómico Carlos Álvarez. Con el gobierno aprista apareció Tongo y El Grupo 5. No obstante, “Chacalón” sigue siendo esa válvula de escape de la frustración nacional, de los peruanos marginales, aquellos que todavía habitan en la bienaventuranza de lo prodigioso, esos que horadan las márgenes de la informalidad gracias a los pastores electrónicos del nuevo país.



[*] Condensando del libro de ensayo del mismo título, especial para la Revista Nexos