jueves, 29 de mayo de 2008

Los ojos del ajo: Guillermo Cabrera Infante

A VER CÓMO MURIÓ G. CAÍN

Por Mariano Orosco Zumarán


Esta fotografía ilustra una de las páginas de Two islands, many worlds, la biografía de Guillermo Cabrera Infante escrita por Raymond D. Souza. Bajo la imagen, en inglés, hay una leyenda que dice: Leyendo a Kerouac en un bar de Santiago de Cuba, en 1959.

En Two islands, many worlds, la biografía de Guillermo Cabrera Infante escrita por Raymond D. Souza y publicada en 1996, se puede observar una foto muy particular: el cinéfilo consumado, melómano empedernido y gran amante de la buena literatura (además de las mujeres) lee un texto de Jack Kerouac. Es junio de 1959, Batista ha caído; la revolución, o lo que significa para muchos intelectuales hasta ese momento, se ha impuesto. En un bar de Santiago de Cuba, el autor de cientos de celebradas reseñas cinematográficas, es decir, G. Caín, se detiene a beber algo y a leer.



No es difícil imaginar al niño de cinco años que se enseña a sí mismo las primeras letras a fuerza de concentrarse en descifrar lo que encuentra en las viñetas de Dick Tracy y Tarzán. Tampoco cuesta mucho darnos una idea del adolescente de quince que, gracias a una generosa vecina que lo surte de revistas americanas, aprende el inglés casi como jugando. Esto, más las oportunas clases nocturnas entre 1942 y 1946, dotan al jovenzuelo de una facilidad en el manejo del idioma de Shakespeare que le serviría de mucho años después.

Pero podemos decir con certeza que el primer contacto de Cabrera Infante no sólo con otro idioma, sino también con el cine, se dio cuando sólo contaba con veintinueve días de nacido. Su madre, Zoila Infante, lo lleva a ver Los cuatro jinetes del Apocalipsis, film silente de 1921 dirigido por Rex Ingram y basado en una novela de Vicente Blanco Ibáñez. Es un buen inicio para una trayectoria vital en la que el cine y la literatura se entremezclan para dar forma a una obra verdaderamente original, una vida marcada por la palabra sobre todo hablada —y oída— en perfecta conjunción con las imágenes, no sólo las que pudieran aparecer en la pantalla de plata, sino también aquellas que pueblan el imaginario popular, plagado de sensualidad, erotismo, humor y vulgaridad.


Lo popular: el habla habanera, el bolero, el son y el cine marcan al muchacho provinciano que pisa la mítica ciudad recién en 1941. A sus doce años Cabrera Infante recorre extasiado esa enorme ciudad llena de cinemas, de sudor y de noche. Porque el chiquillo que empieza a ver a las mujeres con otros ojos, que va conociendo lo que es la vida en un solar, lleno de tantos peligros como tentaciones, descubre a la par la vida nocturna, esa que no existía en Gibara, su pueblo natal, donde cualquier promesa de diversión vespertina se iba con los últimos rayos de Sol.


Así, de trecho en trecho, sobreponiéndose a la pobreza con más voluntad que medios, Cabrera Infante, hijo de Guillermo, periodista, logra salir adelante. Para 1946 ya lo tenemos laborando de corrector de pruebas y traductor en Hoy, órgano del Partido Comunista. Es en estas circunstancias que conoce a Carlos Franqui. Hombre tan político como aficionado a las artes, Franqui será el que, casi sin quererlo, descubra el talento literario de Cabrera Infante. “Si ser escritor significa jugar así con las palabras, entonces yo soy escritor”, le dijo un día Guillermo a Carlos. Habían estado revisando las elogiosísimas reseñas otorgadas a El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias. Franqui retó entonces al atrevido joven a escribir un cuento, y el resto es historia conocida.

Lo que no se conoce tan bien como se quisiera es la breve y feliz vida de G. Caín, el cronista cinematográfico. Mucho antes de ser el reconocido autor de Tres tristes tigres (1967), la novela que según el autor es preferible leer en voz alta, Cabrera Infante ya se había hecho de una merecida fama de crítico de cine, desde que empezara a publicar sus reseñas en Carteles, la segunda revista más importante de la Cuba de entonces. Allí nació G. Caín, el alter ego que protagoniza Un oficio del siglo XX (1963), que no es otra cosa que la reunión de la mayoría de sus notas cinematográficas, sólo que aderezadas con tres apartados que otorgan forma y fondo al propósito final del autor: hacer del cine literatura y de la literatura cine. Y es que las críticas de Cabrera Infante no son meros recuentos de las bondades y defectos de tal o cual película, sino más bien auténticas creaciones literarias. Cualquiera que lea, por ejemplo, la reseña que hizo de La Strada hallará tanta o más poesía que en el hermoso film de Fellini. ¿Es literatura? ¿Es cine? Es las dos cosas y ninguna a la vez.


La segunda mitad de los años sesenta, los primeros años de exilio, lo vieron convertirse en el Cabrera Infante que perdura todavía en la memoria de muchos, sobre todo de aquellos que sólo lo conocen por esa no-novela o meta-novela que es Tres tristes tigres; el libro que, con un título que colocaría a otro texto suyo más adelante, Vista del amanecer en el trópico (1974), ganó el premio Biblioteca Breve en 1964.

Para cuando se publica La Habana para un infante difunto (1979), “novela erótica seria” según el propio autor, el curtido cronista cinematográfico y/o literario ya lleva catorce años viviendo lejos de su amada isla. Los tiempos han cambiado, los Castro han castrado a toda una generación de intelectuales. Los que creyeron en el esfuerzo de los barbudos por liberar a su patria del nefasto Batista, se han ido dispersando por el mundo buscando el calor y sabor de Cuba en los lugares más inverosímiles. A Cabrera Infante le tocó radicarse en Londres, luego de que le negaran la residencia en España.


Allí terminó de dar forma a una obra cada vez más peculiar. Allí se hizo guionista de films como Wonderwall (1969) y Vanishing point (1971). Allí padeció de severos trastornos no sólo físicos sino también mentales: los electroshocks y las drogas le sirvieron para salir de una depresión que llegó a rozar la locura en la primera mitad de los años setenta. Allí se estableció por fin el Infante, que cada cierto tiempo volteaba la mirada para cerciorarse de que La Habana, la isla de Cuba, todavía estaban allí, fieles a su recuerdo. En Londres, esa otra isla, lo encontró la muerte el 21 de febrero del año pasado, luego de recuperarse de afecciones propias de su avanzada edad, en un hospital ya tristemente célebre: el Charing Cross.

Y allí se escribieron las siguientes palabras, el siguiente párrafo, la declaración de principios de ese Cabrera que prefirió casi siempre ser Infante (muy temprano en su carrera, firmaba como Guillermo C. Infante, para evitar la confusión con el nombre de su padre), ese niño-adolescente eterno que supo llevarnos de la mano por cada una de las etapas de su vida, una vida llena de música, imágenes y palabras a cada cual más vulgar, más popular, más nuestra:


“Nada me complace más que los sentimientos vulgares, que las expresiones vulgares, que lo vulgar. Nada vulgar puede ser divino, es cierto, pero todo lo vulgar es humano. En cuanto a la expresión de la vulgaridad en la literatura y en el arte, creo que si soy un adicto al cine es por su vulgaridad viva y cada día encuentro más insoportables las películas que quieren ser elevadas, significativas, escogidas en su expresión o, lo que es peor aun, en sus intenciones... En la segunda mitad del siglo XX la elevación de la producción pop a la categoría de arte (y lo que es más, de cultura) es no sólo una reivindicación de la vulgaridad sino un acuerdo con mis gustos. Después de todo no estoy escribiendo historia de la cultura sino poniendo la vulgaridad en su sitio —que está muy cerca de mi corazón”.


[*]Tomado de la revista Letralia, Nro. 140