Michael y la ansiedad de nuestro tiempo
Por Juan Cruz
Lo vi una sola vez en un concierto, creo que en Madrid, en el momento culminante de una fama que no conoció desmayo. Estaba allá, a lo lejos, moviéndose con la eficacia de un mecano envuelto en ritmo, evolucionando según el esquema inagotable de su energía.
Aceleró el ritmo de la vida: se quiso hacer de otro color, emprendió una huida en la que conoció las controversias de los pecados de siempre, pero los perpetró con la perversión contemporánea, creyendo que su poder, que era su fama, iba a mantenerlos impunes.
Su música iba por un lado, por el lado de la creatividad imbatible de un genio insatisfecho, y su personalidad individual se colgaba cada vez más de la cucaña que no acaba nunca, la de la ansiedad de ganar, y de estar presente.
Cada vez más ambas imágenes se fueron juntando, hasta que surgió el proyecto de arrasar a los cincuenta, con conciertos maratonianos que iban a devolverle, desde Inglaterra, al primer puesto en el que siempre quiso estar y donde muchas veces estuvo.
Picasso pintaba para calmar la ansiedad, y Hemingway se pegó un tiro. Jackson tuvo, en esta despedida final tan abrupta, la rara complicidad de su corazón, que, como se dice en Ulises de Joyce y en los Tres tristes tigres de Cabrera Infante, dijo ayer tarde en Los Ángeles ya no se puede más.
Quiso ser otro, e inmortal, lo fue; ya lo es, ya es inmortal y único, el solo, con su color desvaído y su tristeza amparada por un paraguas blanco, el más excéntrico, y el mejor, de los cinco hermanos.