La tía Consuelo, el hada madrina y la comadre celestina
Un ensayo de Eloy Jáuregui
La tía es la tercera teta. Se nace tía; no se hace. La tía cocina, baila, sabe de crucigramas, telenovelas y hasta de origami. Por lo general, con los cariños profundos ha sido profusa aunque desafortunada. La tradición dicta que la tía debe ser de preferencia gorda y dominar el arte de consolar.
1. La tercera teta. A ciencia cierta, la tía es la alternativa materna, la segunda mamá, la tercera teta. La tía se hace protagónica en el campus familiar de la mamá abandonada o del papá soltero, y es un clásico en estas sociedades de huérfanos de padre. La tía es solícita, abnegada, desprendida. La tía es testigo, consejera, consuelo. Se nace tía; no se hace. La tía cocina, baila, sabe de crucigramas, telenovelas y hasta de origami. Por lo general, es la cuñada, acaso la hermana de leche, ha terminado de estudiar un oficio breve, y con los cariños profundos ha sido profusa aunque desafortunada. La tía ideal es la consanguínea, soltera, viuda o divorciada. Pero hay la otra tía, sin sogas de sangre pero con semejante decencia, aquella del parentesco social o barrial, la amiga de la casa, de la sobrevivencia, la que sirve café con galletitas en el velorio. Vale su estatus y no su estatura. La tradición dicta que la tía debe ser de preferencia gorda –la tía posmoderna tiene más cintura– y dominar el arte de consolar. Su anclaje está en la confianza más con la mamá que con el papá. Es más sabia que experta, ha transitado por cuanto taller de costura o manualidades aparecieron de oferta y anda premunida siempre de un monedero generoso.
No hay emisora [la radionovela], cine o televisión que no hayan alimentado la figura de la tía como la mamá sustituta, ama y señora del consuelo. La tía es el adobe acerado de la familia-tipo creado por el triángulo melodramaticómico de Cantinflas-Trespatines-Chespirito. Solares, callejones y quintos patios han servido de hormigón más que materia lingüística para la tía ficcional. La tía en la radio y la pantalla ha forjado una cultura latinoamericana redentora de la inmoralidad [la doble ‘h’: «seremos humildes pero bien honestos»] operando los líos y enredos del familión a través de una estética quirúrgica: la tía apacigua, jamás mete leña al fuego. Una excepción es «La Tía Julia y el escribidor», novela antes que radionovela de Vargas Llosa. Aquí la tía es incestuosa y rompe el canon. No importa: la escritura lo reforma y la ficción la perdona.
La tía oye, observa, aconseja y no requiere regalías. Dos íconos son suficientes para sentar la identidad de la tía. Primero, en el filme «Nosotros los pobres»: Pedro Infante llorando en el regazo asexuado de su tía (ella era su madre espiritual, la única que lo entiende). Segundo, en la serie «Los Sopranos», la abnegada Cristina es también madre, pero más tía que mamá. Chris, su sobrino, es adicto a las drogas duras, y ella lo engríe con una pizca de lujuria gangsteril. No le importa ser esposa de un criminal deprimido. Ella es la tía de la mafia.
Aunque menos aberrante que Cristina, el cine norteamericano [por no decir el judío], ha donado también a nuestro vademécum familiar unas tías lejos de la sacrosanta asesoría. Verbigracia, la tía Betsy en Radio Days de Woody Allen. Más con nostalgia que con humor, Allen [llamado Joe, y con diez años en la cinta] rememora su infancia en vísperas de la Segunda Guerra Mundial en el seno de una numerosa y excéntrica familia judía y obrera [o al revés] de Brooklyn. No hay consuelos de tía, pero sí espectaculares incursiones con ella y uno que otro amante furtivo en el famoso Radio City Music Hall. Finiseculares y lejos de razas y credos, las tías existen ajenas a políticas y economías. Ya lo dijo Engels: padres e hijos pueden forjar enclaves familiares, pero si no hay tías [al estilo limeño del barrio] simplemente, no son buenas familias.
xxxxxxxxxxx
2. La lengua submarina. El álbum de familia de América Latina define dos tipos de comadres. Una de uso doméstico, otra de práctica lumpenesca. En la cultura del gremio maternal, la comadre es el auxilio mecánico en la familia histérica femenina: no consuela sino consolida la cultura de la queja y la quejudez. Pero la comadre es también la celestina, la alcahueta, la correveidile. Está lista para el avisaje diario y rumoroso, es decir, el chisme, esa secreta virtud oculta por inmoral, un enigma desnudo a la suerte de una lengua sin compasión. Regístrese, comuníquese y publíquese. Si el compadre fue diseñado para los espaldarazos en las juergas, la comadre es idónea para el complot y el boicot. Sobre todo, en los oficios del corazón.
Más que hábil, una reverenda comadre es astuta y hasta embustera. No confundir: la comadre está más cerca de la madre que de la madrastra. Impulsa la artesanía coqueta de la alcahuetería y es una tesorera del deseo. Enarbola el secreto en sus dos fases [no hay secreto que no se secretee]. Es decir, guarda una verdad y muestra una cuasi verdad. Si en las telenovelas la comadre muestra el secreto o lo perfila sin desnudarlo [«Esa no es tu hija», confiesa ella antes del estertor final], en la vida real la comadre es la otra esposa, la impostora, con menos responsabilidades pero con más afecto: dirige el tráfico de los celos en el seno familiar-vecinal [en el barrio, una comadre llega a ser la alcahueta, jamás una celestina], y le da carta de ciudadanía al adulterio como resultado de la promiscuidad comunitaria y el desgaste familiar. Así la comadre es la renovadora de la trenza social, aquella que acumula la mayor cantidad de ahijados –esos eyaculadores precoces– como un gran pretexto para su existencia, aunque sus funciones de comadre tengan poco que ver con las criaturas.
El día de la comadre es el domingo. Lo espiritual versus lo espirituoso. Sólo ese día se olvida de Dios y gerencia con el diablo en cuerpo y alma. Ser comadre es una obligación con fiesta cada siete días. Si para la mayoría no existe el domingo porque es la resaca del sábado o la paranoia del lunes, para la comadre ése es el día D porque finalmente el domingo, en el plano de la cultura Ace Home Center del barrio, es la hora burguesa del miserable. En Lima la comadre se ha convertido en la manager de la fiesta pro fondos, en el motor de la llamada «actividad», esa festividad vecinal de primeros auxilios económicos a beneficio de un enfermo, una viuda, un convicto o, en el peor de los casos, un escritor impublicable. La comadre es carne de la economía del derroche.
La figura de la comadre viene de antiguo y no es del nuevo mundo. Revísese «Las alegres comadres de Windsor» de Shakespeare, escrita en 1600, y tendrá sentido su contenido salaz. Las comadres shakesperianas se confeccionaron de encargo por la mismísima Isabel I de Inglaterra, caprichosa ella, con la ética de Sir John Falstaff –personaje que también aparece en Enrique IV–, harto popular en toda Inglaterra por mujeriego, parrandero y vividor. Desde la Edad Media se admite a la comadre como impulsadora del tráfico adúltero. No olvidemos a Lady Chatterley, vencida de deseo y empiernada con su guardabosque gracias al apoyo de unos benditos compadres. Si a la inglesa la existencia de la comadre supone un compadre experto en los entuertos del adulterio, a la limeña la comadre no necesita comparsa y menos marido. Ella es toda ella. El centro de la galaxia.
xxxxxxxxxx
3. El hada. La madrina es la madrina, es decir: da jerarquía, seguridad, dignidad. No faltaba más. Es parte del modelaje tutelar consagrado por la religión católica, aunque en estos tiempos, no admite fronteras de fe: solicitada en religiones de todo calibre, la figura de la madrina se incorpora al linaje desde los israelitas hasta los evangélicos pasando por el arte japonés de los mahikaris. Un padrino puede ser un gran amnésico y olvidarse de tu santo. Pero la madrina debe demostrar ser inmaculada, una madre virtual o su clon platónico. Si la tía es la madre de leche de tarro y sustituta, la madrina es la madre de reparto. Es decir, la madre sofisticada y constituta, la marca registrada del estilo y la dignidad familiar.
Curioso: la madrina de la calle resulta la prostituta, esa mujer de mala vida que a uno le ofrece la buena vida. Su contraria: la madrina de la casa, de pureza diplomada en bondad. Aún en tiempos de escasez, la madrina es atenta al gesto, el buen gusto y el chart. En el barrio-barrio, la madrina es el estilo, el único pedigree y no interesa que la familia quede ubicada en la misma calle del pecado. La identidad de la madrina sí: debe habitar a la vereda de la virtud. Es común en las bodas católicas que después de la novia, la segunda fémina es la madrina. Madrina de abolengo suele ser la madre del novio. No tanto la tía. Menos la hermana. La recién casada podrá salir con fallas de fábrica o con un pasado travieso y tramposo. La madrina jamás.
Una madrina de la clase alta sirve para el decoro. La de clase baja, para el auspicio. La madrina de barrio debe regular la exhibición púdica de un clan, cuidar que la mujer disimule su esclavitud al hogar, su dependencia al marido, su devoción pasiva a las modas. A diferencia de la comadre, una madrina –cama adentro– existe sólo para salvar a los justos de la cintura para abajo –los matrimonios deberán ser inmaculados–, y para ordenar las direcciones de la tolerancia. A uno le puede faltar un padrino y sobrevive, pero si no tiene madrina –la mujer que asume el activo y el pasivo de la moral familiar— puede fracasar. Las hadas eran, antes que cualquier cosa, la forma y el estilo. Por eso las hadas siempre han sido madrinas.
(Publicado en la revista ETIQUETA NEGRA Nro. 99)