sábado, 24 de septiembre de 2011

ERECCIONES Especial Revista SOHO



EL HOMBRE DE LA CASACA VERDE

Escribe: Eloy Jáuregui


1.
Era el único macho de mis siete hermanas. La erecta esperanza de mi padre en aquel barrio limeño de Surquillo donde a los homosexuales los aderezaban con piropos de un glamour primoroso. No obstante, en casa, muñecas y cosméticos contrastaban con mis dos pelotas. La de cuero de 32 paños y la de trapo, de medias de nylon de mis primas que yo confeccionaba con mis manitas de colegial bobalicón. En el colmo, mi madre, gerenciaba un salón de belleza y yo, acomedido, ordenaba los ruleros y peinetas. De premio, ella me obligaba a que la acompañase al cine “Primavera” a ver a Sarita Montiel, una española tetona que dejó un bodrio para el cine: “La violetera”. Un domingo mi padre, mientras se quejaba de su mala suerte, ebrio de pisco y cólera me apunto con su dedo y pegó el grito: “Solo falta que éste me salga marica”. Era una sentida sentencia que lejos del rubor hermafrodita, produjo a mis 13 años el primer erguimiento bajo ventral.
Mi educación sentimental fue la de un semental. Pésimo en matemáticas, mi fuerte en el colegio Ricardo Palma fue mi palma. Lujo de la lujuria. Precoz onanista, medía la física y la metafísica con una sola mano. Si existía una poética por qué no una erótica, me decía. Y aquello fue mi fuerte, las revistas de artistas. “Ecran” era mi favorita. Carnívoro miope, fui devorado por el ojal encarnado de las actrices Ana Luisa Peluffo, Ana Bertha Lepe y Sonia Furió, en ese orden. A falta de una, tres hembras latinas esperaban por mi lengua todavía muerta. Sus tetas y muslos suplicaban mi hipotenusa erecta para su ángulo recto. Yo, Pitágoras, vivía en un calduriento teorema. Así, mi padre me sorprendió con un enigmático regalo. Una casaca verde con capucha que adquirió de contrabando en Bolivia. Para el clima amariconado de Lima, yo más parecía el abominable hombre de las nieves, incluso al mediodía. Mis tías decían que me quedaba regia y alguna vecina me susurraban babeantes: “ese, mi osito lechoso”.


2.
La calle y la Escuela Fiscal 405 se llamaban La Rectora junto a la iglesia Santa Ana en el Cercado de Lima. En el libro de bautismos 74 de 1943, folio 121, está registrado como católico, Alberto Fujimori Fujimori. Fue ahí donde el hoy condenado expresidente estudió la primaria. La arquitectura del sitio luce casas modestas de dos pisos que en aquel 1967 se había puesto de moda al concentrar una discreta zona rosa. Supongo que Fujimori había dejado la semilla de la corrupción en el barrio que, caída la tarde, se convierta en una rumorosa feria sexual junto a la escuela e iglesia. De esos días venía mi amistad con Obregón. Un compañero de carpeta que no solo era el mayor de la clase sino brigadier y capo. Él administraba los sobornos a los profesores y era caudillo cuando avanzábamos en turbas a darnos de alma contra otras secciones. Peleador, cierta vez me enseñó una navaja de matarife: “es para llevarle plata a la Ivón”, me explicó. Ivón trabajaban en uno de los siete burdeles de la calle La Rectora. Obregón no hizo mayor esfuerzo para que la conozca.

3.
Una tarde me dijo: “ponte tu casaca verde para que parezcas hombre y vamos al paraíso”. Yo sudaba frío cuando llegamos. Subimos las gradas, pagamos y pasamos al único salón. Una veintena de mujeres maduras esperaban a sus clientes. La más joven era Ivón. “Te traigo a mi ahijado, tu serás su madrina” ordenó Obregón. Ella me llevó de la mano como a un ciego sexual. El cuarto, además de la cama tenía una palangana y una toalla sucia. Todavía recuerdo esa luz mientras ella me desnudaba. Luego pasó lo que tenía que pasar. Al regreso ya de medianoche, yo definitivamente era otro. Solo a los días descubrí que en esa primera vez me había olvidado la casaca verde en el cuarto de Ivón a quien nunca la volví a ver. Mi padre siempre preguntaba por qué no me ponía la bendita casaca hasta que una noche me obligó a que se la mostrara. “Podemos hablar de hombre a hombre”, le respondí de pie. Así, frente a mi madre y mis hermanas, miré los ojos de mi padre y expliqué con voz estentórea los detalles de mi hazaña con Ivón. Hubo un silencio eterno. Luego, mi padre se levantó, tiró la servilleta, apuró un trago de pisco y grito: “Es hombre, carajo, es hombre”. Yo no sé hasta hoy quién se quedó con mi casaca verde, si la fogosa Ivón o el sátrapa de Fujimori.