viernes, 28 de agosto de 2009

PARA CORTARSE LAS VENAS: LAVOE

TALLER DE CINEMATOGRAFÍA 13


TARANTINO
Feos, sucios y malos



Ya se sabe cómo trabaja Quentin Tarantino: toma un género del cine y le rinde un homenaje hasta el absurdo. El del robo noir en Perros de la calle, el pulp fiction en Pulp Fiction, el blaxploitation en Jackie Brown, las de artes marciales orientales en Kill Bill, el terror rutero en A prueba de muerte. Y ahora le toca al bélico. Pero no cualquier película de guerra: con un grupo de soldados judíos entregados a la misión de asesinar nazis de la manera más sangrienta posible, recupera la gran tradición de Doce del patíbulo de Robert Aldrich, y los comandos feos, sucios y malos que conformaban lo más granado de las fuerzas que derrotaron al nazismo.



Por Alfredo García


Con los Bastardos sin gloria, Quentin Tarantino da un giro brusco al volante que conducía Kurt Russell en la reciente A prueba de muerte y coloca al espectador en medio de la Francia ocupada por los nazis hacia 1941. Salvo películas de revisionismo histórico post-La lista de Schindler y Rescatando al soldado Ryan, la guerra como gran espectáculo de entretenimiento épico ya no es algo usual en Hollywood; pero, obvio, Tarantino no es Hollywood. ¿O sí?

Sí y no, y eso es algo que se puede observar repasando las numerosas y heterogéneas fuentes de homenaje e inspiración con las que, a través de estos Bastardos sin gloria, Quentin Tarantino recorre el cine bélico.

La referencia más evidente del último opus del director está en su título. Aunque en los papeles el guión sobre un comando de soldados judíos que matan nazis por docenas y quieren liquidar a Hitler, Goebbles, Goering y Borrman durante el estreno de un clásico de propaganda nazi en un cine parisino no tiene mucho que ver con la original, su película se llama igual que una italianada bélica dirigida por Enzo G. Castellari en 1978, Quel maledetto treno blindato, conocida en los Estados Unidos como The Inglorious Bastards.

El treno maledetto era una especie de copia por partida doble, ya que el argumento copiaba a The Dirty Dozen (Doce del patíbulo) de Robert Aldrich mientras que el estilo intentaba reproducir la ultraviolencia de Sam Peckinpah, dato interesante sobre todo si se tenía en cuenta que por esos tiempos el director estadounidense de La pandilla salvaje y Pat Garret & Billy the Kid acababa de arrojar una feroz mirada a la Segunda Guerra Mundial en La Cruz de Hierro (1977).

En efecto, alguien llamó a Castellari “The poor man’s Peckinpah” (“Un Peckinpah para pobres”), lo que no implica que el director italiano no haya tenido una larga serie de éxitos comerciales distribuidos en todo el mundo, incluyendo clones itálicos de Tiburón, Mad Max y varios eurowesterns de la era clásica post-Sergio Leone. Un detalle raro es que Enzo G. Castellari es el seudónimo de Enzo Girolami, también apodado “Enzino” y otrora conocido por varios alias anglosajones pedidos por la distribución internacional, como E.G. Rowland y Stephen M. Andrews.

El argumento de la primera Inglorious Bastards, es decir la italianada de Enzo G. Castellari (en realidad la de Tarantino es Basterds, con “e”) contaba la epopeya de unos criminales de guerra interpretados por Bo Svenson, Peter Hooten, Michael Pergolani, Jackie Basehart y Fred Williamson, que al ser bombardeados camino a su encierro en una prisión militar, decidían participar de una misión suicida contra los nazis.

La idea de usar unos delincuentes como antihéroes extremos de un film bélico no era precisamente nueva. Justamente es aquí cuando entra el parecido con Doce del patíbulo de Robert Aldrich, superclásico que introducía una alta dosis de cinismo a la gesta aliada, poniendo a asesinos psicópatas, violadores y depravados de la peor calaña a combatir a los nazis. Al mejor estilo de un gran director como Aldrich, que ya había incursionado en el género bélico con obras maestras del cine de guerra revisionista como Attack (Ataque), que con impresionantes actuaciones de Jack Palance y Lee Marvin contaba básicamente las mismas injusticias y traiciones luego descriptas en Pelotón por Oliver Stone, Doce del patíbulo se valía de un elenco sin desperdicios (Lee Marvin, Ernest Borgnine, Charles Bronson, Jim Brown, John Cassavetes, Richard Jaeckel, George Kennedy, Trini López, Robert Ryan, Telly Savalas, Donald Sutherland, Clint Walker) para contar cómo ese grupo de desalmados podía constituirse en una implacable fuerza de choque tal como decía la frase publicitaria del film, toda una revolución para 1967: “¡Los entrenaron, los armaron, y se los soltaron a los nazis!”.

La película era fuerte para su época. Jack Palance rechazó el papel del desquiciado que terminó encarnando Telly Savalas –terminaba liquidado por sus propios compañeros– debido a que todo le pareció muy violento, y el mismo Lee Marvin, que reconoce haberla pasado bomba durante el rodaje, donde hicieron falta varias toneladas de explosivos para demoler el castillo que servía de cuartel general a los nazis –uno de los decorados más grandes de la historia del cine–, aseguró en muchos reportajes que la película era sólo “basura para ganar plata”, algo que en efecto hizo al por mayor, convirtiéndose en el mayor éxito comercial de la Metro durante el año de su estreno original (seguramente el rechazo de Marvin al film se puede justificar dadas sus propias experiencias como soldado en la guerra, que según dijo él mismo estaba mucho más fielmente mostrada en la posterior The Big Red One de Sam Fuller).

El film de Aldrich se basaba en un best seller de E.M. Nathason, inspirado, por más increíble que suene, en un auténtico grupo de paracaidistas que participó en numerosos combates de la Segunda Guerra, incluido el esencial Día D. “Los 13 Roñosos” podría ser una traducción fiel del apodo que sus camaradas de armas les pusieron a los 101st Airborne Paratroopers, “The Filthy Thirteen”, que por una extraña cuestión ritual de fraternidad, o tal vez un raro caso de alergia colectiva al jabón, se negaban a asearse o afeitarse antes de una misión. También se cortaban el pelo o se maquillaban al estilo apache, lo que servía perfectamente a los fines de la propaganda bélica que difundía en cada ocasión que se presentara las imágenes de estos bravucones en cuanto noticiero fuera posible.

En este sentido, se puede ver un guiño de Tarantino a la verdadera historia detrás de los Doce del patíbulo, ya que el personaje de Brad Pitt, o sea el líder de los Bastardos sin gloria, tiene el sobrenombre de “El Apache” y les pide a sus hombres que le quiten el cuero cabelludo a todas sus bajas enemigas.

El film de Aldrich originó algunas flojas secuelas producidas para la televisión, y es uno de los films de guerra más copiados de todos los tiempos. Sin embargo, y más allá de sus fuentes históricas ya mencionadas, su originalidad es discutible, ya que un film previo de bajo presupuesto, dirigido por Roger Corman, se le adelantó en el tema. Stewart Granger, Mickey Rooney, Ed Byrnes, Henry Silva y Raf Vallone eran algunos de miembros de la Invasión secreta (The Secret Invasion, 1964). Corman contó que supo de la historia real de un grupo comando que actuó contra los nazis en Dubrovnik, ex Yugoslavia (uno de los países que más duramente se opuso a la ocupación alemana), en el consultorio de un dentista, y que se interesó tanto en recrear aquellos hechos verídicos como para llevar la producción a las locaciones reales, algo difícil teniendo en cuenta que el despliegue de producción no era el fuerte de los astutos emprendimientos independientes del director de The Trip y El hombre con ojos de rayos X.

Más allá de que el film de Corman debería ser considerado el primer film auténticamente dedicado a estos grupos de comandos sucios, implacables, desalmados y tan malos como sus enemigos nazis –ésta sería una perfecta descripción de los energúmenos de Tarantino, que muelen con un bate de béisbol a sus enemigos, les cortan el cuero cabelludo a los cadáveres y, si los dejan vivos, les marcan una cruz esvástica en la frente con un cuchillo–, las fuentes se pueden remontar incluso hasta los films realizados durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, como el semiolvidado Gung Ho: The Story of Carlson’s Makin Island Raiders (Ray Enright, 1943) con Randolph Scott y un joven Robert Mitchum matando japoneses a diestra y siniestra luego de un entrenamiento diseñado para convertir seres humanos en bestias de combate.

En todo caso hay muchos films muy buenos en el estilo iniciado por Corman y continuado por Aldrich. Uno de los mejores lamentablemente no es de los más conocidos ni recordados. En Play Dirty (La escoria del desierto, 1968), el genial André De Toth se despedía del cine a lo grande con la historia de un ejecutivo petrolero obligado a asumir su fachada militar y liderar una misión imposible en territorio alemán, disfrazado de italiano con soldados de la peor ralea, igual o peor que las tropas del Eje con las que se encontraban a su paso. La película confirmó la extraña peculiaridad que Michael Caine venía demostrando desde el inicio de su carrera en la obra maestra épica Zulú, de Cy Enfield: se puede ser superastro de cine sin encarnar jamás a un héroe ni nada que se le parezca. Caine volvería a demostrar esto en otro excelente film de Aldrich al estilo de sus previos Doce del patíbulo: en Too Late the Hero (Así nacen los héroes, 1970) encarnaba como nadie a un soldado inglés tan cobarde como todos sus camaradas, que hacía cualquier cosa por no tener que enfrentarse a los japoneses que dominaban la otra mitad de su propia isla. La frase publicitaria de esta joya de Robert Aldrich lo decía todo: “War... it’s a dying business” (“La guerra... es un negocio moribundo”).

Por algo este tipo de mirada cínica o irónica a la guerra explota en la taquilla mundial a partir de 1967 y los Dirty Dozen de Aldrich. Es que ya la guerra no era contra los nazis sino contra el Vietcong, y ya no se sabía quiénes eran los malos. O, mejor dicho, parece que sí se sabía, y el cine de algunos audaces directores de Hollywood como Robert Altman lanzaba dardos al mundo militar en comedias negrísimas tan geniales como MASH (1970), tal vez el momento más creativo y ácido de la crítica antibélica en el cine estadounidense.

Desde este tipo de mirada cínica se puede entender la historieta absurda de guerra que pinta cuadrito por cuadrito Quentin Tarantino en esta original y extraña Bastardos sin gloria, por momentos más una comedia negrísima que un auténtico film de guerra. Hay un punto de vista antirracista poco tratado en el cine, que tiene que ver con la ascendencia judía del comando antinazi comandado por Brad Pitt, que utiliza técnicas tan brutales como para horrorizar al mismísimo Führer. Esta mirada ideológica hace que Bastardos sin gloria pueda funcionar como un excelente doble programa si se la ve junto a la más seria y convencional Desafío (Defiance) de Ed Zwyck, con Daniel Craig comandando un grupo de partisanos judíos de muy malas pulgas que ni por asomo se dejarán conducir a la cámara de gas sin liquidarse unos cuantos nazis.

La mezcla de humor negro, clima bélico hasta lo ultraviolento, ideología contracultural y música de western spaghetti hacen que al final la principal fuente de la última película de Tarantino no sea ninguna de las ya mencionadas sino uno de los mejores y más originales títulos en toda la filmografía como actor de Clint Eastwood. Kelly’s Heroes (Botín de los valientes, Brian Hutton, 1970) mostraba a un grupo de soldados marginales (Eastwood, Telly Savalas, Donald Sutherland) que andaban por la Europa ocupada ahí con ponchos de cowboy y melenas hippies y tenían como lema “masacrar a los soldados del Führer para robarles su oro nazi”. No por nada entre tanto tema de Morricone que abunda en Bastardos sin gloria (incluyendo un momento exacto para ubicar el de La batalla de Argelia de Pontecorvo) también suena en un punto culminante de la historia el gran tema spaghetti bélico compuesto por Lalo Schifrin para aquel grandioso Botín de los valientes, al que ahora Tarantino hace lucir tan serio y moderado como un capítulo de la serie Combate.

sábado, 22 de agosto de 2009

TALLER DE PERIODISMO 6




Los 30 años de Pedro Navaja:

Y el diente de oro sigue brillando

Por: Eloy Jáuregui Coronado
mambo_informa@yahoo.com


Aquellos que hacen de la memoria una fiesta, recordarán que hace casi un tercio de siglo Rubén Blades y Willie Colón grabaron Siembra, para el ISO de los especialistas, es el disco más importante de la historia de la salsa y el primero en vender más de un millón de copias sólo en EE.UU. El disco impactó en un público distinto que buscaba temas con otra lírica y otros personajes. La idea fue revolucionaria y aspiraban a crear una corriente salsera que conjugara lo comercial con el compromiso social, la malicia y el barrio. Por eso, la disquera EMusica acaba de reeditar esta producción en formato de colección con temas inéditos de aquella sesión. Pedro Navaja paseará por el viejo barrio y volverá a hacer historia.

Dirigí mis pasos hacía un café próximo
Seguro de hallar un poco de calor y música
Recorrí mis pasos tiritando y de pronto sentí
--No, no sentí, pasó rauda la Palabra.

Octavio Paz

Milan Kundera decía que el creador de la Edad Moderna no solamente fue Descartes sino el mismísimo Miguel de Cervantes. El Quijote es así, la novela de las novelas. Las historias hasta ese entonces eran en blanco y negro. Cervantes les puso el son como Leonardo Da Vinci hizo lo propio con la gran culinaria del Renacimiento en tiempos de la corte de Ludovivo Sforza consolidando la ‘nouvelle cuisine', allí donde a los consomé y banquetes les faltaba sal, especias y sabor.



Pero, ¿Quién inauguró entonces la música contemporánea? Stravinsky o Miles Davis o Dámaso Pérez Prado. Yo creo que no fueron Los Beatles ni Tom Jobin, ni siquiera Joan Manuel Serrat y sus homenajes a Hernández y Machado o el gran Elvis Presley. Curioso, que entre la música popular contemporánea y la vida, un tema de 63 versos y que dura exactamente 7 minutos y 21 segundos, modifique el ADN del gozo y le otorgue respiración boca a boca a un género que por masivo se internaba peligrosamente en el síndrome del callejón de los aburridos [¿letras o letrinas?], de eso se trata. De Pedro Navaja , de su importancia y de sus ejes revolucionarios.

Sí, se llamaba Pedro Navaja -el sujeto y el objeto- y le dieron vida casi clonados en las fuentes de la sabrosura, Rubén Blades y Willie Colón. Después de 30 años, ninguno de los dos ha querido confesar como fue el parto. Era una crónica policial al estilo de los cuchilleros de la Esquina Rosada de Borges. O acaso, como la saga del maestro Martin Scorsese. Cierto, como alguna vez conté, si Caín, sin quererlo fecundó la crónica roja. Abel, sabiéndose su hermano fue el gran sacrificado para regozo de la opinión pública. La Biblia en su libro Génesis, capítulo 4, versículo 8, detalla el crimen y deja para la posteridad la técnica de la descripción del asesinato, el primer infeliz fratricidio. El sagrado escrito rojo, como observamos horrorizados, es pues tan antiguo como el hombre. Hecho así socialmente el homo sapiens , nace con él, el homo asesinus y renace con los dos, el homo croniquistus . Así hasta nuestros días. Bueno en este metatexto -un poema remojado en los caldos de la violencia- se inscribe Pedro Navaja , una historia a la manera del escritor mexicano Sergio González Rodríguez en su libro Los bajos Fondos, el antro, la bohemia y el café [Cal y Arena, México 1984] donde le hinca el diente al falso sustrato de las posiciones que tienden a falsificar los términos de un saludable buen gusto instalado en una megalópolis como el Distrito Federal o el mismo Nueva York.

En el primer disco de Blades con Colón, Metiendo Mano , dos canciones de Rubén: “Plantación Adentro” y “Pablo Pueblo”, ya escarbaban con el bisturí de la antropología popular nuevos lenguajes del contexto social, ahí donde la salsa estaba un poco más que alejada. Pero es en siguiente larga duración, Siembra , donde se extiende aún más la visión social de la llamada salsa. De esta manera Pedro Navaja fue la piedra angular más que una hoja del gran Grial en este estilo callejero-musical, convirtiéndose en uno de los temas más representativos de la música latinoamericana, abriendo las puertas de la ‘salsa conciencia' al planeta de todas las músicas. Ya lo dije Siembra vendió en menos de dos semanas más de un millón de copias sólo en Estados Unidos y Pedro Navaja fue más conocido que el otro matón de escritorio, un tal Richard Nixon.



Pero el tema es en sí mismo excepcional. Su tono lo hermana y/o lo aleja de la vieja etiqueta de la temática cronista-social-latinoamericana en Nueva York. Acaso no fue el antropólogo Oscar Lewis -el de la cultura de la pobreza- autor de esa novela-mural: La Vida [puertorriqueños de San Juan a Nueva York] quien habla del desarraigo lumpen de los latinos en el Este norte de los EE.UU. y pinta el espejo con el rouge sangriento de la sobrevivencia de la pobre gente pobre en la metrópoli del primer mundo. Recuérdese a Joe Cuba o Henry Fillol o al mismísimo patriarca Daniel Santos.

Pedro Navaja es un ser del suburbio, no a la manera de Tatán, más bien en el mejor estilo del caficho porteño del Buenos Aires de los cuarenta [Discépolo no lo hubiera pintado mejor]. Un proxeneta solitario, un ‘pachuco vividor' en la corriente mexicana del cine de los cincuenta, aquel del lagar que inundará los jugos de Ninón Sevilla, María Antonieta Pons o Tongolele «Pero que bonito y sabroso bailan el mambo las mexicanas» --Benny More, dixit --. Navaja, es la historia deliberadamente ambigua donde no es fácil precisar la línea divisoria entre la imaginación paranoica y la irrupción de lo sobrenatural. El hilo conductor que confiere a su texto probablemente se encuentra en el imaginario barrial que no alude a ningún hombre en particular sino a lo que Poe llamaba «el demonio de la perversidad», ese malandro alojado en la conciencia de cada hombre. Pedro Navaja así, es una suerte de thriller filosófico-tropical, tiene de los gángsters de Así en la paz como en la guerra [El primer libro de Cabrera Infante] y de El perseguidor de Cortázar. Es decir, la inversión de papeles entre el asesino y la víctima, que al momento de los disparos resultan ser la misma persona, presupone la existencia de una identidad criminal intercambiable, de un espíritu homicida que funde en un solo ser a los hombres y mujeres de la misma calaña.

Rubén Blades lo ha dicho siempre cuando le preguntan si la música sirve para cambiar algo. Él contesta que no; que en todo caso sólo sirve para que nos sintamos menos solos, para sobrevivir a los miedos, a las dudas. Así, puedo asegurar que Blades sería autor de esta frase: «Se narra lo que se ve, se canta lo que se vive». Un semiota diría que con Pedro Navaja estamos frente a un metasemema del lenguaje romanzado: «Usa un sombrero de ala ancha de medio la´o/ y zapatillas por si hay problema salir vola´o,/ lentes oscuros pa´ que no sepan qué está mirando/ y un diente de oro que cuando ríe se ve brillando./ Como a tres cuadras de aquella esquina una mujer/ va recorriendo la acera entera por quinta vez/ y en un zaguán entra y se da un trago para olvidar/ que el día está flojo y que no hay clientes pa´ trabajar...»



Y como dijera Carlos Monsiváis respecto a Salsa, sabor y control , del sociólogo y musicólogo puertorriqueño Angel G. Quintero Rivera, el son, la salsa y, en general, la música afroantillana son a su manera, factores de liberación, pero no por eso menos gozosos y cachondos. Y cierto, a principios del siglo XX, la cultura popular era un concepto inexistente, algo inconcebible y deleznable en el caso de que alguien la quisiera percibir. Ahora, al inicio de la nueva centuria, lo popular, y muy especialmente la música, se revisan y se reconocen de manera casi devocional. De otra manera no se entiende como Blades estudió en Harvard y como la complejidad de la música caribeña exige nuevos Alejos Carpentier, otros Nicolás Guillen, traductores de lo popular y su geografía de resistencia frente a la industria del consumo. Así, en materia de alta cultura y cultura popular, ya no hay fronteras porque, ya no hay moral oficial y el barrio -ese territorio sagrado de la alegría comunitaria-, teje su lenguaje brillante a pesar de su falta o abuso de proteínas.

Esta gramática -lengua y labios, bigotes y vellos púbicos- del ‘barrunto' es el ingrediente más excitante del catastro erótico, Blades y Colón lo saben de ahí que sus composiciones constituyen un universo poético que, con independencia del tema que traten, sintetizan en un mismo texto la rabia, la ternura, el orgullo y la esperanza, mediatizados por un peculiar sentido del humor y la alegría debajo de la cintura del baile. Además de la forma global de abordar los diversos temas: amor, nostalgia, juego, rumba, gastronomía, sexualidad, religión, violencia y muerte, que ya de por sí es muy sui generis , la lírica en el son y la salsa suele estar salpicada de palabras extrañas para la lógica lingüística del español.

Ojo soneros, pero es cierto también que la lógica del son y de la salsa no es exclusiva de la lengua española. Ella es el corpus de la esquina, de la calle, por lo que se hace necesario dilucidar algunos aspectos de este lenguaje para entender mejor la fuerza de su expresión y, en suma, para gozar y vacilar plenamente dicha música y sus actores. En cientos de temas salseros abundan palabras como guapo, men, chévere, jeva, mami, pollo, bemba, broche, cándela, jícamo, compay, vacilón... palabras que suenan extrañas para los no soneros o rockeros de ventana, pero que a los amantes de la filosofía de la pelvis o de la metafísica del catre [me refiero a los salseros] representan una gramática rítmica que desencadena un proceso de identificación inmediato.



Al igual que en el tango, las letras de “ Pedro Navaja” , “Juan Pachanga” o “Juanito Alimaña” proponen una dialéctica en la que los músicos recogen las expresiones del argot callejero y, otras veces, las inventan en sus «inspiraciones» que son adoptadas por la gente. Ningún tema es considerado tabú si es parte de la experiencia de las personas. Un buen sonero incluye en su stock de frases: dichos populares, expresiones africanas, letras de canciones muy conocidas, trabalenguas, sílabas sin sentido, enunciados de doble sentido, alardes acerca de la guapería y conquistas románticas, así como enunciados acerca de la religión, superstición y denuncia acerca de las injusticias del hombre con el hombre y todo aquello que se puede identificar como el metalenguaje prostibulario:

Léase de ésta y no de otra manera: Un carro pasa muy despacito por la avenida,/ no tiene marcas, pero to´ saben que es policía./ Pedro Navaja, las manos siempre dentro el gabán,/ mira y sonríe y el diente de oro vuelve a brillar./ Mientras camina pasa la vista de esquina a esquina,/ no se ve un alma, está desierta to´a la avenida/ Cuando de pronto esa mujer sale del saguán/ y Pedro Navaja aprieta un puño dentro el gabán./ Mira pa´ un la´o, mira pa' el otro y no ve a nadie,/ y a la carrera, pero sin ruido, cruza la calle./ Y mientras tanto en la otra acera va esa mujer/ refunfuñando pues no hizo pesos con qué comer.

Pedro Navaja es un clásico de nuestra música, patrimonio de ese «otro» que nos habita. Por eso recuerdo siempre aquella entrevista en la que Blades contaba que en cierta ocasión Carlos Fuentes le dijo que admiraba su capacidad de síntesis, porque en un tiempo estrecho de siete minutos él podía desarrollar una historia que al escritor mexicano le hubiera llevado sus buenos años y miles de cuartillas. Y agregaba el panameño: «Si tú analizas mi trabajo y lo comparas álbum por álbum, vas a ver la pintura de una realidad urbana, y eso es un trabajo en proceso, pero las partes que están más o menos completas las he ido cortando para armar. Ahí te das cuenta que “Juana Mayo” está conectada con Pedro Navaja , y que éste tiene algo que ver con Carmelo Da' Silva y que Pablo Pueblo , de alguna forma, tiene que ver con Adán García , y que Cipriano Armenteros está conectado con este otro. Es como un trabajo para armar».



Finalmente, no es casual que Rubén Blades haya ganado hace unos años el premio Grammy con Mundo en la categoría de World Music y ya no sea sólo aquel maestro de la salsa de esquina -no olvidar que en 1987 graba Agua de Luna con letras de Gabriel García Márquez-. Y que hoy por hoy, tampoco es extraño que Willie Colón esté consolidado como el gran músico popular que más ha aprovechado los diferentes estilos, géneros y aires de las sinfonías de todas las esquinas de los barrios del mundo que en el fundamentalismo del sabor, saben que su cielo está entre la vereda y el corazón. Entonces, damas [si las hay] y caballeros [si quedan]: « la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay, Dios! / Como en una novela de Kafka el borracho dobló por el callejón . Feliz 30 años Pedrito. Ahí na má...!!!

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jueves, 13 de agosto de 2009

TALLER DE LA INFORMACIÓN 1: STORYTALLING




LA MÁQUINA DE FABRICAR HISTORIAS

El Libro de Christian Salmon "Storytelling" (Península, 2008) nos ha cambiado la existiencia. Vivimos en una sociedad dominada por el imperativo de la comunicación. La retórica, entendida como teoría del discurso persuasivo, se ha convertido en pieza central de las sociedades democráticas. El éxito mundial de un libro como Storytelling, muestra la importancia que hoy tiene saber contar historias para convencer a quien haga falta. Aunque con menos éxito mediático, el libro de Henry Jenkins, Convergente Culture. La cultura de la convergencia de los medios de comunicación (Paidós, 2008), viene a subrayar lo escrito por Christian Salmon.


Los usuarios de Internet utilizan su capacidad de acceso a la información para construir relatos destinados a los demás. Los nuevos medios se entrecruzan y añaden a los viejos para crear retóricas persuasivas. Tanto da que se trate de jóvenes fans de Harry Potter que escriben cuentos sobre Hogwarts como de ejecutivos de bolsa con sus propios blogs. Matrix es una magnífica metáfora que ilustra un nuevo mundo intercomunicado en el que los consumidores rastrean y consumen fragmentos de historias destinados a crear nuevos mundos narrativos cuyo fin es construir espacios persuasivos que están redefiniendo muchos espacios culturales. Si los primeros espacios en ser redefinidos son los de la cultura popular, los siguientes son los del consumo y las marcas, y no resulta difícil suponer que las nuevas formas retóricas y persuasivas acabarán por modificar la forma de hacer negocios, elegir a los políticos y, en definitiva, transformar la educación.








Entramos en una era en la que debido a la proliferación de canales de comunicación y a la portabilidad de las nuevas tecnologías informáticas y de telecomunicaciones los medios se están convirtiendo en algo omnipresente. El desarrollo de los teléfonos móviles constituye un excelente ejemplo. No son únicamente aparatos de telecomunicaciones. Permiten jugar, bajar información de Internet, hacer y enviar fotografías o mensajes de texto. Muchos permiten ver tráilers e nuevas películas, bajar entregas de relatos y telenovelas o contemplar la retransmisión de conciertos.


El storytelling o “arte de contar historias” surge en Estados Unidos a mediados de los años noventa y desde entonces su uso no ha hecho sino aumentar en el mundo del management, en el de la comunicación y en el de la política

Al tiempo que la comunicación se extiende, se está produciendo un interesante cambio en el contenido y la propiedad de los medios, como ha señalado con acierto Henry Jenkins en Convergence Culture. El viejo Hollywood se centraba en el cine, pero desde hace unos años los nuevos conglomerados mediáticos tienen participaciones mayoritarias en toda la industria del entretenimiento. La Warner Bros., por poner un ejemplo, produce películas, televisión, música, juegos de ordenador, sitios web, juguetes, visitas a parques de atracciones, libros, periódicos, revistas y cómics







Discurso de George W. Bush, fondo de portaviones




Asistimos así a una expansión tecnológica de la comunicación a la vez que los medios se diversifican en su oferta y su propiedad se concentra en gigantescos conglomerados. Por si ello fuera poco, esta transformación se acompaña de un profundo cambio en nuestra manera de consumir los medios. Ahora se consumen mezclando polivalencia, multiparticipación e interactividad. Un joven que hace los deberes en su cuarto puede, casi a la vez, navegar por la red, escuchar y descargar archivos MP3, chatear con los amigos, escribir un trabajo escolar con el procesador de textos, responder el correo electrónico o ver sus series favoritas de televisión.

Christian Salmon ha escrito Storytelling con este horizonte en su cabeza. Multiplicación de productos comunicativos, abaratamiento de los costes de producción y distribución, mayor protagonismo del consumidor y una alarmante concentración de la propiedad de unos medios que en gran medida son transnacionales y dominan todos los sectores de la industria de la comunicación y del entretenimiento. Sobre este panorama de fondo, la preocupación de Salmon va más allá. Lo que inquieta a este miembro del prestigioso Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje (CNRS) es la utilización y el aprovechamiento malintencionados que desde las instancias de poder se hace de la situación.

Estaríamos en un estado de cosas en el que la fuerza, extensión y variedad del bombardeo comunicativo, unido a la falacia de un consumidor que como participa e interacciona se autoconvence de que controla su entorno mediático, proporcionan las condiciones para que aparezca una nueva forma de manipulación del individuo y de las masas que se denomina “storytelling”.




Christian Salmon




En opinión de Salmon, el storytelling es una forma de discurso que se ha impuesto en Estados Unidos permeando todos los sectores de la sociedad más allá de la política, la cultura o el consumo. La capacidad centrífuga de todo lo norteamericano habría convertido el storytelling en un fenómeno internacional gracias a unas élites que en todo el planeta comparten la visión estadounidense del mundo

El storytelling o “arte de contar historias” surge en Estados Unidos a mediados de los años noventa y desde entonces su uso no ha hecho sino aumentar en el mundo del management, en el de la comunicación y en el de la política. Considerado durante mucho tiempo como una forma de comunicación destinada a los niños, el storytelling resurge, adaptado a los nuevos tiempos, como un instrumento de persuasión y propaganda en manos de quien dispone del poder para ello.

En opinión de Salmon, el storytelling es una forma de discurso que se ha impuesto en Estados Unidos permeando todos los sectores de la sociedad más allá de la política, la cultura o el consumo. La capacidad centrífuga de todo lo norteamericano habría convertido el storytelling en un fenómeno internacional gracias a unas élites que en todo el planeta comparten la visión estadounidense del mundo.








Salmon apoya su argumentación analizando, en primer lugar, las pautas de consumo de grandes marcas mundiales. Analiza sus estrategias narrativas como nuevas formas de movilización del consumidor adaptadas a un mundo cada vez más líquido. En un segundo tramo, Salmon muestra cómo los discursos políticos de la Administración norteamericana han adoptado el storytelling como una eficaz forma de propaganda que ha visto aumentada su potencia persuasiva gracias a la creciente convergencia entre Hollywood, la industria mediática y el poder político. Por último, Salmon examina el storytelling que desde el 11-S ha difundido al resto del mundo la Administración Bush para justificar la invasión de Afganistán, Irak o Guantánamo.

Las técnicas narrativas tendrían en el capitalismo emocional del que nos habla la socióloga Eva Illouz una perfecta adecuación a la estructura en red de la sociedad actual. Los presidentes norteamericanos tendrían en común la construcción de un storytelling creado a partir de sus orígenes familiares, de su propia vida y de su relación con el mundo. Para Salmon, Ronald Reagan fue el gran narrador. Las falsedades de su estilo discursivo no impidieron que Bill Clinton sorprendiera a su entorno nombrando director de comunicación de la Casa Blanca a David R. Gergen, que ya había ocupado el mismo cargo con Reagan. El problema, por si no hubiera quedado claro, no es el cultivo del arte del relato; la cuestión está en cómo el Estado, y subsidiariamente otras formas de poder, utilizan el storytelling como instrumento de persuasión y dominio.







Salmon: "Lo real ha muerto"




La última campaña electoral norteamericana ha sido un gran festival narrativo en el que los medios han sido a un tiempo actor, corazón y público del espectáculo. Los medios, como señala Salmon, interpretan la historia, utilizan los relatos reinterpretados para ello por los políticos y satisfacen el deseo del público de nuevos relatos. “Las campañas son duelos de historias a gran velocidad que duran meses”, escribe Salmon. El ganador es el candidato cuyas historias están en conexión con el mayor número de electores.


Los intentos de manipulación y de persuasión se han ido haciendo cada vez más sutiles y, por otro lado, como ya señaló Paul Ricoeur hace treinta años, la identidad personal y la social están constituidas de forma narrativa. No obstante, el ser humano es un sujeto reflexivo capaz de reaccionar a los intentos orwellianos de dominio

Concluye Salmon este volumen señalando que el storytelling es la muestra más evidente de lo que él denomina un “nuevo orden narrativo” cuyo objetivo es domesticar a la opinión pública y adueñarse de las prácticas sociales, los saberes y la memoria del individuo. Este “nuevo orden narrativo” originado en Estados Unidos habría alcanzado Europa en el año 2000. La campaña electoral francesa de la primavera de 2007 que acabó con la victoria de Sarkozy sería el ejemplo más evidente de la aplicación, con éxito, de las “técnicas del storytelling made in USA”.



El cambio más notable de la campaña francesa fue el hecho de que los políticos, los medios de comunicación y los analistas cambiasen bruscamente su manera de expresarse. Comenzaron a contar historias. Por primera vez, la derecha ya no hacía hincapié en la independencia nacional ni la izquierda en el progreso social. La prensa se adueñó del relato de la vida de los candidatos. La opinión pública entró al trapo y se encandiló enseguida con los rumores de disputas conyugales, rupturas e infidelidades.





Las nuevas tecnologías del poder



El marketing de Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal marcó un profundo cambio en la cultura política francesa. Asesorado por sus expertos en storytelling, Sarkozy venció claramente en ese terreno, deslegitimando la vieja idea política de la Ilustración e inaugurando una nueva era que podría calificarse de postpolítica. Salmon interpreta la estrategia de Sarkozy para atraer a representantes de la izquierda mitológica francesa como Jack Lang o Max Gallo como una evocación de la serie televisiva “El ala oeste de la Casa Blanca”, en la que Santos, el presidente electo, llama a su contrincante para ofrecerle el Ministerio de Asuntos Exteriores.

Resulta evidente que la tesis central de este libro es cierta. “Las formas, los ritos y los lugares del debate democrático están cada vez más sometidos a las nuevas tecnologías del poder”, escribe Salmon. Los intentos de manipulación y de persuasión se han ido haciendo cada vez más sutiles y, por otro lado, como ya señaló Paul Ricoeur hace treinta años, la identidad personal y la social están constituidas de forma narrativa. No obstante, el ser humano es un sujeto reflexivo capaz de reaccionar a los intentos orwellianos de dominio. Buena prueba de ello es este mismo libro, el cual alerta y previene frente a las nuevas técnicas persuasión y de manipulación. Estamos avisados, no tanto del intento de utilización de los efectos persuasivos, algo tan antiguo como la historia del hombre, sino de la potencia que los nuevos medios de comunicación brindan a quien se proponga utilizarlos para manipularnos.
(Bernabé Sarabia)